Hoy me he acostado temprano con mi esposa, como venía cansada, apenas si tocó la casa, cuando ya estábamos arrunchados bajo las cobijas. Ahora, al alejarme de su calor, mientras la conciencia se me escapa entre las grietas de la noche, vuelve el recuerdo de la silueta que me presionaba contra la cama de niño; se me viene como un peso lejano que me aplasta nuevamente, hasta sumergirme en esa primera noche, la noche en que no podía moverme.
Esa noche me envolvía en la tranquilidad de la oscuridad; me tapaba un ojo con una mano, luego lo destapaba para pasar al otro. Y nada… no veía nada de nada, ni siquiera la piel llena de líneas con que cubría mis ojos. Sabía que así me teletransportaría: cerraría los ojos y, bam, todo estaría iluminado con el nuevo día. Pero… esa noche no fue como las otras; aquella vez me salí de mi cuerpo, o eso creo. Algo dentro de mi salió por mi pecho. De la impresión, mis ojos se abrieron y, por un instante, me vi a mí mismo con esos ojos que tenía el predicador del parque —el que no tenía iglesia— sí, así de grandotes, como cuando empezó a mover las manos como loco.
Luego ya estaba en mi cuerpo nuevamente y podía ver algo del techo: una oscuridad más clara, recortada por otra más profunda. Pero no tan profunda como el ser que presionaba mi pecho. Podría decir que era la oscuridad de una caverna, pero veía diferentes negruras: su piel, su nariz y sus labios hechos de raíces; la corteza de sus pómulos, que al tocarla seguro me rasparía los dedos; los túneles sin fin de sus ojos.
En un descanso del sueño me siento apretado, en cucharita con mi esposa entre los brazos. Abro los ojos y la criatura aparece por un momento… pero entiendo que es solo la sombra quemada en mi retina, después de mirar demasiado tiempo los pozos de sus ojos. Sé que el ser de sombras me acompañó muchas otras noches, mezclando su forma con otros miedos; pero fue aquella primera vez cuando más se apretó mi corazón.
Con el ser sobre mi pecho, podía sentir todo su peso y cómo empujaba por dentro. Sí, así es, no eran sus manos las que me presionaban; no sentía el calor de sus palmas a través de mi camiseta favorita, la que tiene un montón de huequitos, sino algo que me succionaba desde dentro. Pero al no poder, caía de nuevo en mí, sin haberme sacado del todo.
Mientras tanto, luchaba con mi cuerpo, pero no se movía. Intentaba decirle al brazo “álzate”, al torso “abalánzate”, a los ojos “parpadeen”. ¿Acaso la criatura me había cortado la conexión con él? ¿O fue en ese breve instante en que salí de mi cuerpo cuando se rompieron las cuerdas que nos ataban? Ahora estoy aferrado a él, peleando por su posesión. ¿Podré volver a moverme? Me tenso mentalmente, preparándome para lanzarme contra la criatura.
Soy un guerrero, como los del anime del sábado cuando madrugo por la mañana: Mazinger Z acorazado de acero; el pequeño Goku tras las esferas del dragón. Mi grito de guerra es —¡Aquí estoy!— mientras levanto el torso, intentando abrazar a la criatura, atraparla entre mis brazos, pero se esfuma, la muy cobarde. Y de nuevo algo cae sobre mí. Abro los ojos, sobresaltado, pero me calmo cuando el peso de mi esposa disipa el recuerdo de la criatura, con lo que duermo apacible entre sus brazos.
